Cuántas veces en conversaciones de familia nos habéis
oído hablar de la tarea que suponía el ir a lavar la ropa al Arroyo
hasta que llegó el agua corriente a las casas en Valtiendas a principios
de los años setenta.
La tarea de lavar la realizaban las mujeres; las
madres o las hermanas mayores, en nuestra casa la lavandera era nuestra
madre, vuestra abuela, y a ella me voy a referir en este relato, en su
recuerdo.
Nuestra madre el día que tenía que ir a lavar en invierno, lo hacía cuando iba despejando la mañana, se cogía el conacho
con la ropa que tenía que lavar se lo ponía en una cadera y en la otra
la piedra de lavar y salía de casa por la puerta de abajo hasta la
Calleja, cruzando la carretera llegaba al Arroyo. Un poco mas abajo del
puente estaba la balsa o charca donde ella solía ponerse a lavar.
Buscaba un sitio firme para apoyar la piedra de lavar, a veces tenía que
poner debajo una piedra de las que había en el Arroyo para conformar la
balsa, con el fin de levantar la piedra por encima del agua.
La piedra de lavar consiste en una tabla de madera distinguida en tres
partes; en un extremo el duerno, en el centro "acanaladuras" que dice
Wikipedia, que servía para aumentar la superficie mejorando la penetración del
jabón, para retener el agua y ayudar a frotar bien la ropa, y el último
tramo de la tabla es lisa.
Llegado el momento de dar jabón a la ropa, ella se ponía con las rodillas dentro del duerno, el cuerpo y los brazos
extendidos hacía delante hasta llegar con sus manos al agua. Así iba
mojando pieza por pieza dejándolas sobre las acanaladuras una encima de
otra hasta tres o cuatro piezas según el tamaño de la prenda. Y
comenzaba a dar jabón y a frotar con los puños cada prenda. Con los
brazos apoyados en el borde del duerno le era mas cómodo manejar la
prenda, que una vez enjabonada y frotada la rebujaba en su propio jabón
dejándola al lado a su alcance cerca de la piedra.
Terminada la primera
parte volvía a casa para poner la comida del mediodía. En el puchero de
barro metía los ingredientes que se iban cociendo lentamente al calor de
las ascuas, que siempre permanecían vivas, ya que en esas ocasiones uno
de la familia se quedaba al cuidado, pendiente también de echar agua al
puchero de vez en cuando para que no se socarrase la comida. Nuestra
madre, vuestra abuela, sacaba tiempo para tomar un trozo de pan con
"algo" y así recuperar fuerzas.
Y volvía al Arroyo a
continuar con la tarea, acomodada en la piedra tornaba a coger pieza a
pieza y con el jabón que ya había hecho su efecto la frotaba sobre las
acanaladuras con los puños y aclaraba la pieza, volviendo a
enjabonarla repitiendo la misma acción, pero esta vez ya para aclararla
echándola al agua una y otra vez sin soltar la prenda hasta que ella
consideraba.
Torcida y bien escurrida iba metiendo la ropa en el conacho
que ya había preparado poniendo una tela por dentro. Debía de ser duro ir a lavar en esos días fríos y cortos de invierno en los que el agua
estaba helada, la torta de jabón grande y de color blanco no se pegaba a
la ropa, "no pega" era la frase que se decía. Ella iba a lavar con el
cuerpo poco arropado, los brazos al aire con las mangas remangadas hasta
los codos y las manos arrecidas.
Puños, jabón, agua, tiempo, eran las
herramientas de las que disponía.
Sus manos eran fuertes y suaves estaban siempre limpias a veces desprendían olor a jabón de Catarineu.
Escrito el 2 de abril, en mi calendario decía: "Dichosos los que vivimos al lado de nuestros mayores porque aprendemos sólo con su presencia."