5 de mayo de 2020

Lavar en el Arroyo en invierno. II parte.

Acabada la tarea de lavar la ropa en el Arroyo, llegaba la hora de regresar a casa y en esos momentos, nuestra madre, vuestra abuela, si que necesitaba ayuda.
Una de nosotras la ayudábamos a llevar el conacho porque la ropa mojada aunque bien escurrida pesaba bastante más, así que agarrando una de cada asa del conacho se hacía más llevadero, la piedra de lavar se la ponía en la cadera como a la ida. 

Al llegar a casa esperaba otra labor que era la de poner la ropa a secar, las piezas más grandes ella las colgaba en la lía, o cuerda, que iba de un extremo a otro del tramo de pared que daba a la entrada a casa, el resto de ropa la tendíamos sobre la otra pared que separaba nuestra casa de la vecina, la pared era larga y ancha construida de piedra sobre piedra. Por el lado nuestro la altura estaba a nuestro nivel por lo tanto era fácil cumplir con el cometido y si no era suficiente había un poyo también de piedra adherido a la pared de la fachada.
Había que aprovechar las horas de sol para que la ropa se secara, si no era suficiente las piezas más pequeñas las poníamos al calor del brasero encima de la alambrera o del azufrador, a las horas en que no estábamos reunidos todos alrededor del brasero. 

Tengo recuerdos de ver por la mañana la ropa colgada que no se había recogido la tarde anterior que estaba tiesa como témpanos de hielo que solo se secaba si el día amanecía soleado, de no ser así nuestra madre se las tendría que ingeniar de alguna manera. Quizá le serviría lo que había aprendido de su madre política, nuestra abuela Marcela, y en ese mismo entorno que fue donde vivió desde que se casó siendo muy joven, la casa a la que me estoy refiriendo ya desde el comienzo del relato anterior era de nuestra abuela, allí nacimos y vivimos nuestra niñez y adolescencia. Nuestra madre cuando la mencionaba hablando con las vecinas se refería a ella como mi señora, tal vez era lo habitual por entonces, ese es mi recuerdo, nuestra madre siempre la tuvo a su lado.

Ya solo quedaba doblar la ropa y guardarla separando la que tenia que coser, un roto en una camiseta, zurcir los calcetines, el jaretón que se había descosido o sacarlo porque se había quedado corto el vestido o el guardapolvos de la escuela, mil motivos. Como nos estamos refiriendo al invierno nuestra madre, vuestra abuela, cosía por la tarde en casa aunque a menudo se reunían en la casa de alguna vecina  y siempre alrededor del brasero o con la cocinilla encendida. Lavar y coser eran labores muy principales.
Hoy dice el calendario: Cualquier excusa es buena para desempolvar esas risas que tienes guardadas en un cajón.    


Desde Palma a 25 de abril de 2020.

6 de abril de 2020

Lavar en el arroyo en invierno

Cuántas veces en conversaciones de familia nos habéis oído hablar de la tarea que suponía el ir a lavar la ropa al Arroyo hasta que llegó el agua corriente a las casas en Valtiendas a principios de los años setenta. 
La tarea de lavar la realizaban las mujeres; las madres o las hermanas mayores, en nuestra casa la lavandera era nuestra madre, vuestra abuela, y a ella me voy a referir en este relato, en su recuerdo.   

Nuestra madre el día que tenía que ir a lavar en invierno, lo hacía cuando iba despejando la mañana, se cogía el conacho con la ropa que tenía que lavar se lo ponía en una cadera y en la otra la piedra de lavar y salía de casa por la puerta de abajo hasta la Calleja, cruzando la carretera llegaba al Arroyo. Un poco mas abajo del puente estaba la balsa o charca donde ella solía ponerse a lavar. Buscaba un sitio firme para apoyar la piedra de lavar, a veces tenía que poner debajo una piedra de las que había en el Arroyo para conformar la balsa, con el fin de levantar la piedra por encima del agua.

La piedra de lavar consiste en una tabla de madera distinguida en tres partes; en un extremo el duerno, en el centro "acanaladuras" que dice Wikipedia, que servía para aumentar la superficie mejorando la penetración del jabón, para retener el agua y ayudar a frotar bien la ropa, y el último tramo de la tabla es lisa. 
Llegado el momento de dar jabón a la ropa, ella se ponía con las rodillas dentro del duerno, el cuerpo y los brazos extendidos hacía delante hasta llegar con sus manos al agua. Así iba mojando pieza por pieza dejándolas sobre las acanaladuras una encima de otra hasta tres o cuatro piezas según el tamaño de la prenda. Y comenzaba a dar jabón y a frotar con los puños cada prenda. Con los brazos apoyados en el borde del duerno le era mas cómodo manejar la prenda, que una vez enjabonada y frotada la rebujaba en su propio jabón dejándola al lado a su alcance cerca de la piedra. 

Terminada la primera parte volvía a casa para poner la comida del mediodía. En el puchero de barro metía los ingredientes que se iban cociendo lentamente al calor de las ascuas, que siempre permanecían vivas, ya que en esas ocasiones uno de la familia se quedaba al cuidado, pendiente también de echar agua al puchero de vez en cuando para que no se socarrase la comida. Nuestra madre, vuestra abuela, sacaba tiempo para tomar un trozo de pan con "algo" y así recuperar fuerzas.    
Y volvía al Arroyo a continuar con la tarea, acomodada en la piedra tornaba a coger pieza a pieza y con el jabón que ya había hecho su efecto la frotaba sobre las acanaladuras con los puños y aclaraba la pieza, volviendo a enjabonarla repitiendo la misma acción, pero esta vez ya para aclararla echándola al agua una y otra vez sin soltar la prenda hasta que ella consideraba. 

Torcida y bien escurrida iba metiendo la ropa en el conacho que ya había preparado poniendo una tela por dentro. Debía de ser duro ir a lavar en esos días fríos y cortos de invierno en los que el agua estaba helada, la torta de jabón grande y de color blanco no se pegaba a la ropa, "no pega" era la frase que se decía. Ella iba a lavar con el cuerpo poco arropado, los brazos al aire con las mangas remangadas hasta los codos y las manos arrecidas. 
Puños, jabón, agua, tiempo, eran las herramientas de las que disponía. 
Sus manos eran fuertes y suaves estaban siempre limpias a veces desprendían olor a jabón de Catarineu.

Escrito el 2 de abril, en mi calendario decía: "Dichosos los que vivimos al lado de nuestros mayores porque aprendemos sólo con su presencia."